
Como todo acto íntimo, el de escuchar un canción puede diferir en muchos sentidos de una persona a otra, mas allá de sus capacidades apreciativas, por la forma en la que está acostumbrada a escuchar música de rock. Esto se refiere a que si se suele escuchar temas aislados (un comportamiento, digamos, de oyente radial) habrá en principio, partiendo de la convicción de los pensamientos, una búsqueda distinta respecto a aquel que elige a una o varias bandas de posturas ideológicas parecidas para fanatizarse y escuchar sus producciones de principio a fin, incluso, con la idea de que pasar un tema por alto se trata de una herejía. Sin embargo, aunque distintas, estas dos posturas se hacen semejantes en un punto: esos minutos de los que, casi al pasar, habló el Pato Fontanet, en los cuales se disfruta un buen rock en la más bella soledad y se despierta la pasión a partir del desacomodo de una fibra sensible de la emoción que, así, no se detiene en la complejidad ni la procedencia de la canción sino que se regocija con la relación hasta cósmica que ya mantiene con ella. Los estados de ánimo fluctúan y un mismo tema puede provocar, según el momento, algarabía o tristeza, frenesí o reposo mental, melancolía o ansias de porvenir. O una mezcla indefinida de todos ellos. Esos momentos de soledad casi se eternizan en una ilusión comparable a la de Peter Pan de no crecer nunca jamás, aunque conservan la fe ideal de poder escuchar el tema alguna vez en la más bella compañía y poder compartir los sentimientos propios que él genera o fusionarlos con los ajenos, ya que esto representa, en definitiva, la verdadera razón de ser de todo goce.